Durante la multitud de guerras medievales que dividieron europa en ambición de conquistar o defender un territorio o profesar o condenar una fe católica, las diferentes naciones formaron unos ejércitos más o menos peculiares, más o menos eficientes.
Entre una de las mejores máquinas humanas de guerra de la historia, se encuentran los tercios españoles que lucharon, principalmente en Flandes, durante los siglos XVI y XVII. A cargo de cada escuadrón, había un sargento mayor que dirigía la tropa en orden y concierto. Este sargento, dotado de una vara de mando alargada y culminada en un ostentoso adorno y que fue conocida entre la soldadesca como "porra", organizaba los tiempos y los descansos de la expedición. De esta manera, cada vez que la tropa paraba para reposar o acampar, el sargento clavaba su vara en la tierra para hacer saber que alrededor de la misma debía formarse el campamento.
Ocurría que, a veces, algunos soldados, en su afán de aventura y distracción, se alejaban demasiado del campamento poniendo en riesgo la vida individual y la estrategia grupal. Era entonces cuando eran llamados al orden y se les ordenaba que se "marcharan a la porra"; es decir, que regresasen al lugar donde la vara estaba clavada y no se movieran de allí.
La frase se ha mantenido hasta nuestros días y ha evolucionado hacia una manera más despectiva que imperativa. Cuando le decimos a alguien que se vaya a la porra, no le estamos ordenando marcharse a un lugar concreto sino que le estamos diciendo que nos molesta su presencia y no queremos tenerle cerca de nosotros. Importándonos poco, en su caso, a que lugar queremos que se marche.