lunes, 25 de noviembre de 2013

Dar el pego

Cuando los juegos de cartas se hicieron populares en tabernas, salones y casas de recreo, fue tanto lo que se puso en juego que no se tardó en "profesionalizar" el asunto. Ya se sabe que cuando hay dinero de por medio, las trampas suelen ser un factor determinante a la hora de medir la codicia de cada adversario. Los tahures, repartidores de cartas entrenados a conciencia y preparados para dar lo mejor de sí en cada partida, eran mirados con recelo ante la posibilidad de que pudiesen realizar algún truco con el fin de favorecer o perjudicar a alguno de los jugadores.

Uno de los trucos más recurridos por los tahures, auténticos fulleros de la profesión, era la de untarse cuidadosamente las uñas de una cera adhesiva antes de la partida y poder así manipular una mano con la maestría de un mago. El tahur, hábil en la visión de la siguiente carta a repartir, podía pegar esta a la de abajo con auténtica habilidad y repartir dos cartas juntas haciendo creer al incauto que le había repartido una sola. La mayoría de las veces los jugadores no eran conscientes de este truco y recibían la carta de abajo, notablemente peor que la de arriba, pegada con cera con precisión de cirujano. Acabada la mano, el tahur pedía una baraja nueva y aquí no había pasado nada.

Resulta que el riesgo de la trampa era tan elevado que, al entrar en juego el dinero y el honor, si el chance era descubierto, a menudo los tahures se veían obligados a enfrentarse a un duelo al sol cara a cara con el mancillado. Allí, arma en mano, solían carecer de la habilidad que tenían con los naipes. Ello les obligaba a ser más que concretos con el manejo de la baraja, pues cualquier descuido podía disparar una sospecha letal.

A medida que se fue universalizando este truco y, por conocimiento global, fue desapareciendo de las artimañas de los tahures, cualquier tipo de engaño con visos de perfección o cualquier artificio ilusorio, fue denominado como "dar el pego", en honor a aquel viejo truco en el que se pegaban dos naipes para hacer creer que solamente se había repartido uno. De este modo, cada vez que nos dan una imitación y nos la hacen pasar por original, cada vez que nos muestran una falsedad que parece completamente verdadera, siempre que nos lo creamos, dirán que nos han dado el pego. Nos han hecho creer que había una carta, cuando verdaderamente había dos.

martes, 2 de julio de 2013

Buscar tres pies al gato

"Buscáis cinco pies al gato cuando sólo tiene cuatro". Con este dicho popular comenzó a gestarse lo que hoy conocemos como un argumento ante los filibusteros de la palabra. Siempre que alguien proclamaba el "Buscáis cinco pies al gato cuando sólo tiene cuatro", había alguien al quite para sentenciar "¡No, que son cinco con el rabo!", era la manera jocosa de hacer creer que cualquier argumento era factible con tal de hacernos tragar con lo imposible.

En una jugada métrica, Cervantes derivó el dicho en su universal novela El Quijote y acotó la expresión para juzgar a quien buscaba tres pies al gato. Tan sólo fue un recurso novelesco de quien jugaba con las palabras de una conversación ficticia. Dio igual, tanto se universalizó la obra que el dicho se acopló de boca en boca hasta llegar a nuestro actual "buscar tres pies al gato".

Cuando alguien se pierde en un argumento irracional para hacernos creer una verdad que solamente vive en su creencia, nos cruzamos de brazos y le sentenciamos: "No busques tres pies al gato".

No me cuentes lo que no puede ser. No me vale ese argumento. Tú no tienes razón.

lunes, 15 de abril de 2013

Hablar por boca de ganso

Durante los siglos anteriores, retrocediendo a la época palaciega de la Ilustración, cuando el barroco y el rococó dieron paso al post clasicismo, las grandes familias solían contratar a un Ayo con el fin de que este ejerciese de maestro de letras y ciencias para sus hijos. El Ayo, un educador dogmático, pragmático y enciclopedista, dotaba de una educación rígida a los niños de familias nobles con el fin de instruirlos para su futura incorporación a la alta vida social.

Debido a que siempre iban equipados de plumas de ganso para mojar en tinta y escribir sus textos, los Ayos pasaron a ser conocidos, popularmente, como gansos. A la consolidación del apodo ayudaron también los paseos que, por pasillos y jardines, daban los Ayos con sus alumnos, quienes le seguían en fila india, a semejanza de una familia de gansos. En estos paseos, los niños iban repitiendo, de manera casi inconsciente y literal, cada una de las lecciones que les había enseñado su "Ganso".

Los niños lo repetían todo sin verificar si lo que decían era o no cierto. Lo daban por hecho puesto que era lo que les había enseñado su Ayo. Así, el paso del tiempo denominó a "hablar por boca de ganso" a todas las frases o palabras dichas simplemente porque lo habian leído o escuchado en algún sitio, sin pararse a pensar si lo que estaban diciendo era verdadero o coherente.

Así, hoy, cada vez que alguien dice algo con pinta de estar muy enterado y simplemente lo dice porque se lo ha escuchado decir a alguien o lo ha leído en algún sitio, decimos que está hablando por boca de ganso. Porque en realidad es lo que popularmente conocemos como un listillo y tiene muy poca idea de lo que está diciendo.

jueves, 4 de abril de 2013

No hay tu tía

Conocido es por todos que los primeros grandes médicos de la historia fueron musulmanes. En la Europa cristiana, los viejos cirujanos, también conocidos como barberos, se dedicaban exclusivamente a la sangría y el cataplasma. Sin embargo, en los zocos árabes ya había llegado la investigación y los médicos, considerados como personas importantes, habían comenzado a experimentar con remedios y medicinas.

Como consecuencia de raspara las paredes de las chimeneas de fundición, obtuvieron un polvo negro que se conocía como óxido de zinc. El mismo, mezclado con algunas sales y aceites, se convirtió en un remedio efectivo para las lesiones oculares. El ungüento, bautizado con el nombre de Atutiya, fue ganando popularidad hasta convertirse, prácticamente, en una panacea que se utilizaba para la cura de otras enfermedades comunes.

Los cristianos de España, dados a la hispanización de los términos árabes, adoptaron el ungüento llamándolo atutía. De esta forma, el remedio, que posteriormente perdió su "a" inicial y pasó a conocerse popularmente como "tutía", pasó a despacharse en boticas, a las que acudían los enfermos en busca de una cura que apaciguase sus dolores.

La frase pronunciada por los boticarios de turno cada vez que se les agotaban las existencias del producto, pasó a convertirse en chascarrillo popular cada vez que hacía saber que algo no tenía solución. "Nada, que no hay tutía". La simplificación del término y la pérdida del uso del ungüento con el paso de los años, hizo que la expresión derivase en el "no hay tu tía" que utilizamos en la actualidad.

De esta manera, cada vez que nos topamos con un obstáculo imposible de sortear o con alguien imposible de convencer, cuando no hay solución o la situación es inevitable, pronunciamos el "no hay tu tía" y la gente sabe que les estamos diciendo que no hay nada que hacer, que no lo vamos a conseguir.